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Voy a hacer esta pregunta con la incomodidad de un mormón buscando que lo escuchen: ¿quién no ha sentido la soledad, por más que haya mucha gente a nuestro alrededor? El cine siempre ha sido teatro y espejo de un millón y medio de espíritus perdidos, que acuden a él buscando a ese amigo que si lo tuvieron alguna vez, ya lo perdieron. Películas de trasnoche, y películas trasnochadas han pasado y van a seguir pasando en fila india, para todos los desesperados de medianoche. Ahí es donde aparece Sofía Coppola y su Opus viajero y nocturno: Perdidos en Tokio; un clásico que siempre es grato diseccionar.

Por Jean Paul Hernaiz

La película narra la historia de Bob Harris, un actor americano venido a menos, -protagonizado por un Bill Murray adorable, en una de sus más entrañables presentaciones- que es contratado por una marca de whisky japonés, para realizar su publicidad. A pesar de un humor negro refinado y jovial, Bob no puede dejar de lidiar con la mochila que lleva a cuestas desde su propia tierra, que ya no siente como suya. El costo de los años hizo mella en su relación con su pareja a tal punto que siente la sutil, aunque penetrante sensación de ya no tener un hogar, transformándolo en un apátrida emocional. Ahí Bob conoce a Charlotte, una joven americana que esta junto a su marido residiendo en Tokio. El “boy meets girl” de una chick flick no juega aquí con las mismas reglas. Charlotte –interpretada por la siempre hermosa Scarlett Johansson- también como Bob, siente el despojamiento de su conexión con el mundo, al llegar a un país que no conoce y que no pretende conocerla, mientras su marido se mantiene ensimismado en una realidad paralela a la de su propia mujer, alienándola aún más.

Extranjeros en una tierra extraña, los dos personajes se unen de una manera simbiótica, sin la existencia de lazos previos, donde se les muestra a ambos afirmándose el uno en el otro en un mundo demasiado frío, y demasiado efusivo al mismo tiempo. El símbolo de los tiempos; la inconexión de un mundo globalizado en su máxima expresión. La atomización de todas las instituciones sociales –léase matrimonio, religión, familia, etc.-, que nos han llevado hasta aquí, hasta la soledad llena de amigos. En este específico caso, éste es un símbolo que representa a los mismos corazones, con una soledad angustiante, pero que sin embargo se transforma también en intensidad emotiva e inclusive sensual.

Lost in Translation significa “Perdido en la Traducción”, y proyecta aún más la sensación de soledad amarga pero frágil, de humor negro y melancolía fina. De un jazz pulcro y casi aséptico. Es sobriedad que sin embargo oculta resignación. Una sobriedad que no se arrastra, sino que aguanta estoica en su lugar. Y es una lección de vida para aquel que la vea. Porque lo que vemos es un choque de culturas, de encuentros cortos, de amistades sin compromiso. Es reflexiva, urbana, agridulce, nocturna, atmosférica; todo envuelto en un lindo paquete de fino humor negro. Es una historia absolutamente penetrante, que contiene demasiados sentidos como para desglosarla de una vez. Demasiada delicadeza y elegancia, en una lección de arte. Y termina por cautivar a todos los corazones rotos que día a día se preguntan: ¿quién no se ha sentido viviendo en una película?

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