Cine

Patio de Chacales: El sonido como memoria y resistencia

Durante décadas, el cine chileno ha arrastrado un estigma difícil de erradicar: la mala calidad de su sonido. Voces ahogadas, diálogos perdidos entre la música y una atmósfera sonora que más que sumergir, distraía. Hoy, los tiempos parecen haber cambiado para este recurso cinematográfico. Patio de Chacales, la más reciente película y aún en cartelera de Diego Figueroa, no solo demuestra que el estándar de las producciones locales ha alcanzado un nivel internacional, sino que también utiliza el sonido como un elemento narrativo esencial para reconstruir un Chile atrapado en la represión de 1975.

Por Paula Merlo

Con un diseño sonoro meticuloso y envolvente, la película rescata diálogos reales de la tortura de la época, registrados con una grabadora de cinta electromagnética vintage que maneja Laura (Blanca Lewin), logrando un realismo que golpea. La respiración contenida de Raúl Peralta (Néstor Cantillana), quien sobrelleva su pasado en el ejército utilizando como metáfora una bala incrustada en su pierna y que además convive con el horror cotidiano de escuchar entre los muros de la casa colindante la agonía de personas víctimas de la dictadura; mientras cuida de su madre desahuciada (Grimanesa Jiménez), construyen una atmósfera asfixiante.

Sin embargo hay momentos de resistencia. Una pequeña ave doméstica, un jilguerito amarillo parece ser la conexión de Raúl (Néstor Cantillana) con la simplicidad y la ternura. Los sonidos del río y del bosque, grabados en las cintas electromagnéticas para distraer a su madre de la enfermedad, actúan como refugios sonoros. Por otra parte la interacción silenciosa con el “Chacalito” (Juan Cano), basada en miradas desafiantes y respiraciones intensas, el silbido furtivo entre dos personas que buscan reconocerse en la clandestinidad, los helicópteros que resuenan como presagios ominosos en la distancia. Patio de Chacales no solo se escucha, se siente.

La radio como testigo silenciado

Uno de los momentos más simbólicos del filme ocurre cuando Raúl Peralta sintoniza en su radio portátil National Panasonic el programa “Comando Sentimiento». El locutor, con una voz que parece hablar desde la resignación, lamenta que solo puede hablar de amor, de pasiones románticas, porque todo lo demás está prohibido. Es un testimonio de la censura cotidiana de la dictadura, donde incluso la radio —ese espacio de compañía y resistencia en tiempos de crisis— había sido domada, restringida a un discurso inofensivo. Sin necesidad de explicaciones directas, la escena instala con precisión la sensación de encierro ideológico, de un Chile donde lo más peligroso era hablar.

El agua como único escape

Otro detalle visual inquietante está en los baños, en las figuras de los desagües. Esas rejillas de metal con formas de peces o caballitos de mar, elementos casi decorativos, se convierten en una metáfora de los centros de detención y tortura. Para quienes estuvieron encerrados, la única imagen que rompía la monotonía del sufrimiento era ese pequeño dibujo en el suelo, un símbolo de escape imposible. La película introduce estas figuras con sutileza, sin subrayarlas en exceso, pero dotándolas de un peso emocional que trasciende su aparente simpleza.

La música como sentencia

Uno de los momentos más escalofriantes es protagonizado por el actor Alfredo Castro, el agente de la DINA con mayor experiencia dentro de la historia. En una escena, la pareja protagonista es obligada a bailar un vals, al ritmo de una ruleta rusa macabra que terminará con la vida de uno de ellos. En ese momento, Castro pronuncia la frase: «No les gusta escuchar la música de al lado, ahora bailen».

Es un instante donde el sonido trasciende lo narrativo y se convierte en un mecanismo de tortura psicológica. La música, que en otro contexto simbolizaba romance o celebración, aquí es la antesala de la muerte. Al igual que la música ligada a la Nueva Ola, con su tradición de rock and roll y ritmos extranjeros, que sirvió como cortina sonora para encubrir las torturas ejercidas por la DINA en la casa vecina.

La dicotomía entre la elegancia del vals y la brutalidad del castigo refleja la perversión del poder, un poder que decide quién vive y quién muere, y que lo hace con una teatralidad siniestra. La música a cargo de Diego de la Fuente acentúa la tensión de un filme de terror, dando espacio a lo misterioso e inesperado.

Un sonido que anticipa el destino

El trayecto de Raúl (Nestor Cantillana) hacia la comisaría es otro momento en el que el sonido define el tono de la película. Mientras camina por las calles de Santiago, el canto de los grillos y los ladridos de perros se mezclan con sus propios pasos sobre el duro pavimento. Son sonidos cotidianos, pero en el contexto de la historia, se transforman en presagios de lo inevitable. Es una caminata que parece prolongarse más de la cuenta, donde el sonido se convierte en una cuenta regresiva silenciosa.

El grito alegórico: el terror revive

La Casa 731 se convierte en el escenario donde el personaje de Raúl (Nestor Cantillana) experimenta un desdoblamiento aterrador. Al sostener sus recuerdos del ejercito, deja escapar un grito alegórico, casi mudo, pero cargado de significado. No es solo un lamento personal, sino la reactivación de un terror latente, la memoria de un país que aún resuena en los ecos del pasado y que no deja descansar a sus muertos.

La cámara como testigo de lo prohibido

Figueroa, en su ópera prima, demuestra un dominio absoluto del lenguaje cinematográfico. Su uso de la imagen —a veces pictórica, con referencias a la pintura criolla del paisaje chileno— convierte al sonido de la película en una experiencia sensorial que trasciende lo visual. Hay varios elementos visuales que se potencian gracias al sonido, cabe destacar la pintura en óleo de la casa del protagonista, que parece estallar al momento que comienzan los interrogatorios y las torturas de al lado. La escena en la que Raúl se sorprende del sonido al fumar un cigarrillo, mientras Laura le enseña a utilizar la grabadora. Y el inconfundible sonido del obturador de una cámara reflex Ricoh KR-5, mientas Laura intenta capturar la casa de tortura. El sonido de la  lluvia es otro elemento diegético en los momentos de desesperación, estos son un ejemplo de cómo lo sonoro puede ser tan o más elocuente que la imagen misma.

Una película que se escucha y se siente

Patio de Chacales no es solo un thriller político o un drama de época con una lograda dirección de arte. Es una película sobre el acto de escuchar, sobre los silencios cómplices y los sonidos que delatan, sobre la memoria como paisaje y el cine como testigo. Y en este Chile donde el cine ya no sufre de problemas de sonido, es también una prueba de que escuchar puede ser un acto revolucionario.

Mira el trailer acá