Columnas

La música es un vicio

“No basta con oír la música; además, hay que verla”, dijo alguna vez el famoso compositor y director ruso, Ígor Stravinski, y quizás en esta sencilla oración radica la génesis de ese deseo incontenible de escuchar música en vivo, en algunos casos obviando los altos precios de las entradas, condiciones ambientales que rayan con lo inhumano y un desgaste físico sólo comparable con las actividades deportivas más extremas. ¿La música puede considerarse un vicio?, por supuesto que sí, o acaso no te eleva a un estado sensorial superior, llevándote incluso a experimentar cambios físicos y mentales, que en la mayoría de los casos se traducen en un comportamiento sólo entendible para los de tu misma especie.

Por Gustavo Inzunza

A medida que se acerca la hora del show la ansiedad comienza a hacerse evidente, empiezas a contar los segundos, uno a uno dentro de tu cabeza, miras al cielo como buscando alguna vía de escape al calor intenso que fluye a lo largo y ancho del recinto, un vaho impenetrable que entremezcla el desagradable olor a transpiración, con las bocanadas de humo que expelen las miles de almas que comparten tu espacio, persiguiendo tú mismo objetivo, pero que en ese preciso cuadro se te hacen profundamente repulsivas. A ratos te invade una suerte de desesperación, de reproche interno por haber elegido nuevamente ese camino, por saber perfectamente con lo que te encontrarías y aun así volver a caer en la tentación, en el vicio, una paramnesia que te recuerda que aún rodeado de un mar de gente, puedes seguir sintiéndote solo y vulnerable.

El ruido ambiente te taladra el cerebro, miles de voces que hablan de todo y hablan de nada. La hora se acerca y te debates entre la aventura de escabullirte en la masa más cercana al escenario, o privilegiar la comodidad de los puestos de retirada: hace una década esa no habría sido una opción, siempre más cerca resultaba mejor, eras capaz de arriesgar tu integridad física con tal de tener la posibilidad de tocar a tu ídolo o recibir alguna uñeta en la repartición final. Te consuelas sabiendo que todas esas niñas que esperaron por horas para ser las primeras en la reja, durante la efusividad de la primera canción arrancarán con ojos desorbitados y el inminente riesgo de un desmayo, acto que las dejaría presa de un conjunto de pies furiosos y la arremetida de un monstruo que vomita cuerpos inertes como si fuese comida a medio digerir.

La música en vivo no es para principiantes, al igual que la droga más poderosa se debe consumir con moderación, si no conoces tus límites probablemente saldrás lastimado, si no la respetas te golpeará en la cara y nunca volverás a ser el mismo. El golpe sonoro de cada uno de los instrumentos es la principal razón por la que recaemos una y otra vez en el maldito vicio, la resonancia que recorre tu cuerpo haciendo vibrar cada fibra de tu ser, llevándote a un punto tan extra sensorial, que ni siquiera la perversa sensación de que tus órganos podrían explotar establece tus límites. Cierras los ojos, sientes la música, vives el momento y canalizas tu energía en certeras ráfagas de energía y desahogo, las luces te atacan como zarpazos psicodélicos, y tu cuerpo se mueve al compás de una marea invisible. Te dejas llevar y te amalgamas con el monstruo, ya no eres un ente extraño, ahora eres una extremidad.

El roce es inevitable, cuerpos sudorosos te embisten desde todos los flancos, pero da lo mismo, sabes que tratar de escapar de esa dinámica atenta contra la experiencia más visceral que constituye un concierto de rock. Las canciones se suceden sin mediar tregua, y puedes sentir como te vas quedando sin fuerzas, como las piernas acusan una evidente fatiga de material, y las últimas reservas energéticas parecen extinguirse. En ese momento de debilidad vuelves a caer en contradicciones, esperaste por meses este momento, y ahora, en lo más profundo de tu fuero interno deseas que se baje el telón, que se apaguen las luces y que puedas regresar a tu casa a descansar. Ya no eres el mismo de hace un tiempo atrás, al despertar recordarás perfectamente cada uno de los golpes recibidos la noche anterior, tu cuerpo se encargará de recordártelo, y tú te engañarás diciendo que esa será la última vez, que el próximo show lo verás desde la seguridad de la platea. Sabes que eso no es verdad.

Al emprender la retirada, automáticamente la droga comienza a perder su efecto, sientes la necesidad de volver a entrar, a degustar una última dosis de ese placer sonoro que tanto anhelas, pero el momento ya pasó, ahora sólo queda rendirse a la posibilidad de un próximo encuentro. De esa noche sólo quedará un ticket cortado, una polera sudorosa y una marca indeleble en nuestro subconsciente, una cicatriz grabada a punta de acordes, melodías y mensajes camuflados. La música es un vicio, y no puedo escapar.

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